En unos pocos metros que recorren la orilla del Ganges, la vida y la muerte se encuentran de la mano.
El escenario es complejo y es difícil racionalizar todo lo que pasa a unos pocos pasos de distancia. La muerte es algo natural para los hindúes, todo hindú quiere ir a morir a la ciudad sagrada de Varanasi y tener su ceremonia de cremación y así, de esta manera, tener la bendición de la Madre Ganga. Su fin es alcanzar el moksha, y con ello la liberación del ciclo de las reencarnaciones.
En los ghats, que son gradas que descienden al Ganges, podemos observar como los hombres se cortan el pelo, los mismos usan ropas blancas, todo ello indica que son los maestros de la ceremonia de cremación, siempre el marido, en caso de la difunta, o el hijo mayor. Las mujeres de la familia no pueden asistir a la ceremonia ya que, según sus creencias, son más débiles y su llanto puede entorpecer la liberación del alma.
En los crematorios se pueden observar cantidad de hombres bajando cuerpos al Ganges para bendecirlos con su agua, previo a la cremación. Al lado de los mismos es normal encontrar gente bañándose o lavándose la ropa, niños, perros y vacas.
En sus caras no hay tristeza, dolor, ni llanto, mientras me quedo perpleja viendo la ceremonia de cremación a unos escasos metros, e intento digerir poco a poco las imágenes que voy viendo.
Varanasi es muy duro para una mente occidental, los olores se entremezclan y las emociones te aprietan el pecho. Es imposible olvidar lo que está ocurriendo en ambos extremos -los crematorios-. Sus fuegos no se detienen, a todas horas es normal ver bendecir los cadáveres en el agua del río, untarlos con ghee, hombres rezando a su alrededor, sacándose las últimas fotos con el difunto y encendiendo la mecha.
En Varanasi se respira intensidad, la cantidad de gente, las bocinas que no se detienen, la atención constante para que las motos no te atropellen, los dueños de las tiendas intentando que les compres. Varanasi fue una linda cachetada de una realidad distinta.